¿Qué opino sobre las Jornadas Mundiales de la Juventud?
Tras el atentado contra las torres gemelas, el presidente Bush se preguntaba: “¿Por qué nos odian?”. Y llegaba a la peregrina conclusión de que por envidiar la libertad y la democracia de EEUU, olvidando décadas de una política nefasta en oriente próximo. No hagamos lo mismo. Ante estas críticas, pensemos si hemos hecho un daño indebido para rectificar.
Pero me apenaron también los apoyos incondicionales al Papa, las expresiones de autoafirmación, o los vítores de algunos grupos, más propios de adolescentes que esperan a algún cantante famoso que de creyentes adultos que desean expresar su cariño y aprecio a quien nos preside en el Señor Jesús. Me preguntaba: ¿no cabe un amor a la Iglesia lúcido y crítico entre los cristianos? ¿No cabe la discrepancia respetuosa de quienes se encuentran fuera de la comunidad eclesial?
Hubo, por otra parte, aspectos de la visita que me alegraron mucho: la fe de los sencillos que no está contaminada de hipercriticismo, la expresividad de la liturgia bien realizada, el esplendor de la Sagrada Familia, las palabras del Benedicto XVI sobre Dios y la belleza, el contenido general de sus homilías o el encuentro masivo y público de cristianos venidos de tantos lugares.
La Sagrada Familia me parece un prodigio de diálogo de la fe con la cultura moderna. Su maravillosa arquitectura simbólica expresa una honda espiritualidad en unas formas radicalmente contemporáneas. Ésta es la principal asignatura pendiente de la Iglesia actual y la tarea a impulsar en las JMJ.
Por último, querría señalar algunas perplejidades evangélicas de estas visitas que las JMJ deberían evitar: presupuesto desmedido, medidas de seguridad exageradas, construcción de un gran altar de pladur en la soberbia plaza del Obradoiro, visita tan fugaz que no dio tiempo para casi nada (una persona que esperó en la calle para ver a Benedicto XVI en Santiago comentaba: “Pasó más rápido que Alonso”), medir el éxito por el número de asistentes, reunirse con los poderosos en lugar de con las comunidades cristianas o los pobres, la actitud interesada de los gobernantes para “salir en la foto”, la equiparación de la situación actual de anticlericalismo con la previa a la guerra civil…
A partir de esta experiencia puedo expresar, en positivo, mi opinión sobre las JMJ que congregan a jóvenes católicos de todo el mundo con el Papa cada 2 o 3 años desde 1986 y cuya última edición –la XXI- tuvo lugar en Sydney en 2008. Y quiero comenzar por señalar que me parece muy oportuno reunir a jóvenes creyentes de todo el planeta para que se acerquen a Jesús y puedan compartir sus búsquedas. Especialmente cuando el clima dominante de indiferencia religiosa y relativo descrédito eclesial hacen mella en los creyentes más jóvenes, que se sienten como “especie en peligro de extinción” o que pueden tener la tentación de vivir su fe “en las catacumbas”. Rezar, comunicar, reflexionar, compartir y celebrar con otros jóvenes no puede ser sino excelente.
Pero me apenaron también los apoyos incondicionales al Papa, las expresiones de autoafirmación, o los vítores de algunos grupos, más propios de adolescentes que esperan a algún cantante famoso que de creyentes adultos que desean expresar su cariño y aprecio a quien nos preside en el Señor Jesús. Me preguntaba: ¿no cabe un amor a la Iglesia lúcido y crítico entre los cristianos? ¿No cabe la discrepancia respetuosa de quienes se encuentran fuera de la comunidad eclesial?
La Sagrada Familia me parece un prodigio de diálogo de la fe con la cultura moderna. Su maravillosa arquitectura simbólica expresa una honda espiritualidad en unas formas radicalmente contemporáneas. Ésta es la principal asignatura pendiente de la Iglesia actual y la tarea a impulsar en las JMJ.
Con todo, si me preguntan si serán positivas o no las JMJ contestaré como Jarabe de Palo: “Depende. ¿De qué depende?” De dos cuestiones: de cómo estén organizadas por la Iglesia y de cómo se acerquen a ellas los jóvenes. Respecto a lo primero, las objeciones que planteaba antes se resumen en una idea: no hay que generar “alergias”. Las jornadas han de ser sencillas, cercanas a la gente, afectivas, creativas, alegres, liberadoras, proféticas. Han de articularse para facilitar un encuentro profundo con Jesús y la comunicación entre los jóvenes.
Por eso, el Papa debería promover el diálogo: no sólo venir a hablar a los jóvenes, sino también a escucharlos y, sobre todo, a ayudarles a dialogar con Jesús. Por lo que se refiere a los jóvenes, la clave se jugará en el antes y el después. Un evento como éste puede ser un jalón muy significativo para quienes lleven recorrido un itinerario de fe si, después, tienen ocasión de asimilar e interiorizar lo vivido. En caso contrario estaremos construyendo “sobre arena”.
José Luis Pérez Álvarez distingue con acierto el “experimento” de la “experiencia”. El primero es un “montaje” nuestro que puede ser consumido narcisistamente en forma de emoción y sensación eufórica. La “experiencia” tiene mucho de gracia, de acogida, de profundidad, de salida de uno mismo, de “huella” dejada por el Espíritu. Esperemos que los jóvenes experimenten, de algún modo, la cercanía de Dios y que no nos preocupemos de “cuántos” cristianos somos, sino de “cuánto” somos cristianos.
Pedro José Gómez Serrano