teologia para leigos

11 de fevereiro de 2013

BENTO XVI - ENQUISTAMENTO TEOLÓGICO E LITÚRGICO [PIKAZA]

aos 85 anos, Bento XVI resigna…
Em 2010, no seu blog, 5 anos após a nomeação papal, Xabier Pikaza respondia a perguntas sobre o pensamento teológico de Joseph Ratzinger.








(…) 5.- ¿Cuáles cree usted que son los temas centrales de este papado?

Pienso que la propuesta central de Benedicto XVI se contiene en su encíclica Caritas in Veritate (2009), donde expone y despliega su visión del orden mundial, que debería estar regido por una autoridad mundial, que sería, de algún modo, el complemente de la Iglesia Católica, entendida como autoridad mundial en línea religiosa:

«Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la Arquitectura Económica y Financiera Internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la responsabilidad de proteger y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres…

«Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad Política Mundial… que deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad y estar ordenada a la realización del bien común comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad» (Caritas in Veritate 67).

Evidentemente, esa tarea del “oportuno desarme integral” resulta no sólo positiva, sino necesaria y también parece conveniente el surgimiento de una “Autoridad Política Mundial” al servicio de la seguridad alimenticia y de la paz.

En ese sentido queremos empezar alabando calurosamente al Papa y alegrándonos mucho de su compromiso a favor de la paz, desde una perspectiva económica ejemplar, en línea de sistema. Pero quizá debamos añadir que esa propuesta se sitúa en un plano de sistema de poder, y no de mesianismo evangélico...

Lógicamente, el Papa no puede apelar al Sermón de la Montaña, ni a las palabras centrales del mensaje de Jesús (no cita a Mc ni a Lc, ni los textos básicos de Mateo). Por eso, su propuesta, siendo muy sabia (quizá la mejor que se puede hacer desde un orden superior de política humanista), no responde a la exigencia originaria de Jesús, que no dictó lecciones para los gobernantes y los ricos del sistema, sino que abrió un camino de solidaridad sanadora y de paz desde lo pobres.

Lo que dice Benedicto XVI es, en el fondo, lo que deseaban J. Habermas y los mejores neo-ilustrados.

Pero debe añadir que, quizá, la enseñanza y función de Papa debe situarse en un plano diferente. Jesús no quiso cambiar el Estado y la economía mundial, sino a las personas concretas, no en línea de sistema (mejorando lo que entonces sería el Imperio Romano), sino oponiéndose al sistema (y por eso le mataron).» (…)

(...)



1.- ¿Qué posición ocupa la teología de Joseph Ratzinger dentro del marco teológico de los últimos cincuenta años? ¿Cuál es su originalidad e importancia?

Antes que obispo, cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe y Papa (Benedicto XVI), Joseph Ratzinger ha sido y sigue siendo un teólogo. Estudió en la Facultad de Teología de Freising y en la Universidad de München, escribiendo unos libros básicos sobre San Agustín, San Buenaventura y sobre la fraternidad cristiana. Enseñó Teología Fundamental en Freising y después en Bonn. Desde 1963 fue Catedrático de Dogmática e Historia del dogma en Münster, pasando en 1966 a Tübingen, donde formó parte de uno de los claustros de teología más importantes del siglo XX. Entre sus obras antiguas más significativa, traducidas al castellano, están El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, Taurus, Madrid 1962; El nuevo pueblo de Dios. Esquemas de eclesiología, Herder, Barcelona 1972; Dios como problema, Cristiandad, Madrid 1973; Introducción al Cristianismo, Sígueme, Salamanca 1979; Escatología, Herder, Barcelona 1980; El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 1980.

Pero su aportación más significativa fue y sigue siendo su libro programático Einführung in das Cristentum (“Introducción al Cristianismo”), que se publicó 1967, cuando era un joven teólogo, de la escuela de K. Rahner, aunque con ideas propias sobre la función del pensamiento teológico y del compromiso cristiano, en línea de revelación trascedente de Dios, más que diálogo humano.

2.- En ocasiones se habla de un Ratzinger reformista y posteriormente de otro conservador. En su opinión es ello así. ¿En qué y cómo evoluciona el pensamiento teológico de Ratzinger?

El posible cambio en la teología de Ratzinger se refleja de un modo especial en sus relaciones con K. Rahner, quizá el mayor teólogo católico del siglo XX. Rahner había nacido en 1904 y que era, por tanto, veintitrés años mayor que Ratzinger (nacido el 1927). Ambos se conocieron en una reunión de teólogos del año 1956 (J. RATZINGER, Aus meinem Leben. Erinnerungen, München 2000, p. 82). M. Schmaus, profesor de dogmática de München, había suspendido el escrito de habilitación de Ratzinger (un tipo de tesis doctoral para la docencia universitaria) y Rahner le ayudó a superar la crisis (aprobar la habilitación), de manera que con su ayuda Ratzinger pudo convertirse en Catedrático de Teología. A partir de ello se produjo un primer acercamiento entre ambos teólogos.

Por otra parte, Karl Rahner estaba muy satisfecho de los artículos que el joven Ratzinger había escrito para su Lexikon für Theologie und Kirche, especialmente por su espléndido trabajo sobre el infierno, en el que Ratzinger superaba una visión objetivista de la condena eterna, abriendo un camino por el que se puede aceptar la salvación final de todos los hombres (sin negar por ello la justicia de Dios ni la seriedad del pecado). Ambos tenían una misma visión de la colegialidad de la iglesia, de forma escribieron juntos un famoso libro titulado Episcopado y primado (1961; trad. española Herder, Barcelona 1965), poniendo de relieve el carácter colegiado y fraterno de la comunión de las iglesias; ese libro ha marcado de algún modo todas las reflexiones posteriores sobre el tema.

Más tarde, en el tiempo de la primera sesión del Concilio, el año 1962, colaboraron también en la redacción del documento sobre «Las fuentes de la revelación», publicando después un libro famoso, titulado Revelación y tradición (1965; trad. española en Herder, Barcelona 1971).

En este contexto podemos recordar que Ratzinger, que aún no había cumplido cuarenta años, era el teólogo favorito del Cardenal Frings en el Vaticano II, donde colaboró con Rahner y su grupo, aunque su referencia especial fueron otros teólogos como H. Volk y G. Philips, con quienes colaboró para fijar algunos temas básicos de la eclesiología conciliar. En este contexto, el mismo Ratzinger afirma que, aunque colaboró con Rahner, sus visiones eran desde el principio diferentes:

«En el trabajo que realizamos en común percibí claramente cómo, a pesar de que podíamos coincidir en muchas resoluciones y deseos, Rahner y yo habitábamos teológicamente en dos planetas distintos. Él estaba, lo mismo que yo, a favor de la reforma litúrgica, a favor de una nueva función de la exégesis en la iglesia y en la teología y a favor de muchas otras cosas, pero por razones totalmente distintas de las mías. Su teología – a pesar de que en sus primeros años había leído a los Padres de la iglesia – se hallaba totalmente modelada por la tradición de la escolástica suareciana y de su nueva recepción a la luz del idealismo alemán y de Heidegger. Era una teología especulativa y filosófica, donde la Escritura y los Padres de la Iglesia no jugaban en último término ninguna función importante y en la que, sobre todo, la dimensión histórica resultaba de menor importancia» (Ratzinger, Erinnerungen, München 1997, pag. 131).

No puedo valorar aquí la “objetividad” de ese juicio sobre Rahner, que ha sido un teólogo especulativo, pero afirmar que «la Escritura y los Padres no habrían jugado en último término ninguna función importante» en su teología me parece exagerado (y quizá falso).

Sea como fuere, esta crítica de Ratinzger en contra de uno de sus mentores teológicos indica la diferencia de fondo de sus “tendencias” teológicos. Ambos pudieron coincidir por un tiempo, pero sus “intereses” eran distintos.

Sea como fuere, tras el Vaticano II, a partir de los años setenta, las posturas teológicas (o, quizá mejor, eclesiales) de Rahner y Ratzinger se fueron distanciando de una forma considerable. Rahner siguió siendo teólogo en libertad, al servicio de la iglesia. Ratzinger, en cambio, dejó la Universidad, donde había enseñado desde 1952, siendo Profesor auxiliar de Dogmática y Teología en Freising y después profesor ordinario en Bonn, Münster, Tübingen y Regensburg, para convertirse en Arzobispo de Munich-Freising (1977) y luego en Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1981), siendo por tanto Presidente de la Comisión Teológica Internacional y de la Pontificia Comisión Bíblica, es decir, la autoridad máxima de la Iglesia Católica en el campo de la teología.

A partir de ese momento, la teología y el trabajo ministerial de Ratzinger se centró en temas de “identidad eclesial”, defendiendo cada vez más una línea de interpretación restrictiva del Vaticano II. Así, por ejemplo, Rahner se declaró cada vez más favorable al diálogo con el mundo (en especial con el comunismo), al encuentro de las religiones, al compromiso social, en una perspectiva cercana a la teología de la liberación, y sobre todo al ecumenismo, como lo muestra dos trabajos eclesiológicos, que pueden tomarse como una continuación de los que años atrás había escrito con Ratzinger.

En uno, titulado Vorfragen zu einem ökumenischen Amtverständnis («Preguntas previas para una comprensión ecuménica de los ministerios», 1974), muestra las línea de lo que puede ser el compromiso ecuménico de la Iglesia católica, en fidelidad a la tradición. En el otro, publicado con H. FRIES y titulado Einigung der Kirchen – reale MöglichkeitLa unión de las iglesias. Una posibilidad real», 1983), va exponiendo unos caminos concretos de unidadno de unificación – entre las comunidades evangélicas (luterana y reformada) y la iglesia católica romana.

Pues bien, el Cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, rechazó duramente las propuestas de Rahner y de Fries, presentándolas como «una acrobacia teológica artificial que por desgracia no responde a la realidad». Desde ese fondo se entiende su juicio posterior: «Rahner se había dejado dominar cada vez más por la conjura de las retóricas progresistas y se había dejado insertar dentro de unas posturas políticas de tipo aventurista, que en realidad resultaban difícilmente conciliables con su teología trascendental» (J. RATZINGER, Aus meinem Leben. Erinnerungen, München 2000, pp. 156).

Posiblemente, Rahner había cambiado algo, pero Ratzinger había cambiado mucho más (aunque quizá desarrollando unos gérmenes que estaban ya latentes en su teología anterior).

3.- Importancia de la eclesiología en Ratzinger. ¿Cómo piensa la Iglesia el Papa?

Es muy difícil responder a esta pregunta, teniendo en cuenta, sobre todo, las afirmaciones de joven Ratzinger en su libro El nuevo pueblo de Dios. Esquemas de eclesiología, Herder, Barcelona 1972 (original alemán del año 1969), tal como lo mostró mi amigo J. M. González Ruíz, en Carta Abierta al Cardenal Ratzinger: Misión Abierta” 2 (1987) 106-120. [Link em baixo]

En esa carta se recogen algunas afirmaciones esenciales del libro de Ratzinger sobre la iglesia y su función litúrgica, que aquí recojo:




“Mientras en Oriente se afianzaba cada vez más la autonomía de las comunidades particularesel elemento vertical– y se relegaba a segundo término la conexión horizontal de las iglesias particulares dentro del conjunto de la colegialidad, en Occidente se desarrolló con tan fuerte predominio la “monarquía” papal, que quedó casi completamente olvidada la autonomía de las iglesias particulares, que fueron absorbidas, por así decirlo, en la iglesia romana (por obra principalmente de la liturgia uniforme de Roma)” (p. 133).

“Así, pues, la infalibilidad es por de pronto propia de toda la iglesia. Hay algo así como una infalibilidad de la fe en la Iglesia universal, en virtud de la cual esta Iglesia no puede caer nunca totalmente en el error. Ésta es la participación de los laicos en la infalibilidad: que a esta participación le convenga, a veces, una significación sumamente activa, se demostró en la crisis arriana, en que temporalmente la jerarquía entera parecía haber caído en las tendencias arrianizantes de mediación, y sólo la infalible actitud de los fieles aseguró la victoria de la fe nicena…, porque la fe no es privilegio de los jerarcas, sino de toda la esposa de Cristo, y la Iglesia entera es la presencia viva de la palabra divina y, por tanto, no puede nunca descarriarse como iglesia universal” (pp.168).

“¿Quién podría poner en duda que también hoy se da en la Iglesia el peligro del fariseísmo y del qumranismo? ¿No ha intentado efectivamente la Iglesia, en el movimiento que se hizo particularmente claro desde Pío IX, salirse del mundo para construirse su propio mundillo aparte, quitándose así en gran parte la posibilidad de ser sal de la tierra y luz del mundo? El amurallamiento del propio mundillo, que ya ha durado bastante, no puede salvar a la Iglesia, ni conviene a una Iglesia cuyo Señor murió fuera de las puertas de la ciudad como recalca la carta a los Hebreos, para añadir: “Salgamos, pues, hacia él delante del campamento y llevemos con él su ignominia” (Heb 13, 12 s).

“Afuera”, delante de las puertas custodiadas de la ciudad y del santuario, está el lugar de la Iglesia que quiera seguir al Señor crucificado. No puede caber duda de lo que, partiendo de aquí, podrá decirse de los bien intencionados esfuerzos de quienes tratan de salvar a la Iglesia salvando la mayor parte posible de tradiciones; de quienes a cada devoción que desaparece, a cada proposición de boca papal que se pone en tela de juicio barruntan la destrucción de la Iglesia y no se preguntan ya si lo así defendido puede resistir ante las exigencias de verdad y de veracidad. En lugar de hacerse esta pregunta nos gritan: ¡No demoláis lo que está construido; no destruyáis lo que tenemos; defended lo que se nos ha dado!... ¿Es que no se enfrentan, en cierto grado, también entre nosotros, el relativismo de una ciencia de las religiones que corresponde a la inteligencia, pero deja vacíos los corazones, y el estrecho ghetto de una ortodoxia, que a menudo no sospecha lo ineficaz que es entre los hombres y que, en todo caso, se hace a sí misma tanto más ineficaz cuanto con mayor obsesión defiende su propia causa? Es evidente que así no puede realizarse la renovación de la iglesia. El intento falló ya en el celoso Pablo IV, que quiso anular el concilio de Trento y renovar la iglesia con el fanatismo de un zelota (pp. 307-310).

“No es azar que los grandes santos no sólo tuvieron que luchar con el mundo, sino también con la iglesia, con la tentación de la Iglesia a hacerse mundo, y bajo la Iglesia y en la Iglesia tuvieron que sufrir; un Francisco de Asís, un Ignacio de Loyola, que, en su tercera prisión durante veintidós días en Salamanca, aherrojado entre cadenas con su compañero Calixto, permaneció en la cárcel de la Inquisición, y todavía le quedaba alegría y fe confiada para decir: “No hay en toda salamanca tantos grillos y esposas, que yo no pida más aún por amor de Dios”. No cedió un ápice de su misión, ni tampoco de su obediencia a la Iglesia… Sin embargo, la verdadera obediencia no es la obediencia de los aduladores (los que son calificados por los auténticos profetas del AT de “profetas embusteros”), que evitan todo choque y ponen su intangible comodidad por encima de todas las cosas… Lo que necesita la Iglesia de hoy (y de todos los tiempos) no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad; hombres que den testimonio a despecho de todo desconocimiento y ataque; hombres, en una palabra, que amen a la Iglesia más que a la comodidad e intangibilidad de su propio destino” (pp. 290-295).

“Teología de encíclicas significa una forma de teología en que la tradición parecía lentamente estrecharse a las últimas manifestaciones del magisterio papal. En muchas manifestaciones teológicas, antes del Concilio y todavía durante el Concilio mismo, podía percibirse el empeño de reducir la teología a ser registro y –tal vez también– sistematización de las manifestaciones del Magisterio… El Concilio manifestó e impuso también su voluntad de cultivar de nuevo la teología desde la totalidad de las fuentes, de no mirar estas fuentes únicamente en el espejo de la interpretación oficial de los últimos cien años, sino de leerlas y entenderlas en sí mismas; manifestó su voluntad no sólo de escuchar la tradición dentro de la Iglesia católica, sino de pensar y recoger críticamente el desarrollo teológico en las restantes iglesias y confesiones cristianas; dio finalmente el mandato de escuchar los interrogantes del hombre de hoy como tales y, partiendo de ellos, repensar la teología y, por encima de todo esto, escuchar la realidad, “la cosa misma”, y aceptar sus lecciones” (pp. 318-320).

“En este punto resulta a la vez evidente la debilidad y hasta el peligro del pensamiento jerárquico de San Buenaventura, inicialmente tan luminoso. Porque ¿pueden trasladarse realmente todos los datos del Antiguo Testamento sin más al Nuevo Testamento con un “cuánto más” (eminentiore modo)? ¿O no habrá más bien que borrar muchas cosas via negationis? Cabe preguntar, sobre todo, si pareja argumentación, precisamente respecto de la dignidad sumosacerdotal, no está directamente vedada por la carta a los Hebreos. Porque según las claras palabras de este texto, el equivalente neotestamentario del sumo sacerdote de la antigua alianza no está representado por sacerdote alguno puramente humano, sino por el sumo sacerdote Cristo, definitivo y en verdad único” (Heb 4,14; 10,18).

“La palabra Primatus (proteía) aparece, en cuanto se me alcanza, en el canon seis del concilio de Nicea, donde curiosamente está en plural y no describe sólo la función de Roma, sino al mismo tiempo la de Alejandría y Antioquía, no expresando, por tanto, un problema referido exclusivamente a la sede romana” (pp. 138-146).

“Roma, sede eminentísima del imperio, obtuvo la primacía, de suerte que se llamó primera sede y a ella apelaron todas las demás en las disciplinas eclesiásticas, y lo que no se comprende en reglas fijas quedó sometido a su juicio. Sin embargo, el romano pontífice no se llamó príncipe de los obispos ni sumo sacerdote ni cosa por el estilo, sino sólo obispo de la primera sede. En una palabra, en todo este problema de las relaciones entre primado papal y episcopado, “a lo que debe más bien aspirarse es a la pluralidad en la unidad y a la unidad en la pluralidad…” (pp. 159 ss)




Posiblemente, el Papa Benedicto XVI sigue aceptando básicamente esas palabras, que escribió siendo teólogo, cuando tenía cuarenta y dos años. Pero las interpretaría de otra forma, no sólo porque ha cambiado su pensamiento (cosa normal), sino porque ha cambiado su función y puesto en la Iglesia. (…)




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